De tararear vidalas en su casa de Andalgal&aacute;, Catamarca, a compartir escenario con Divididos y cantar en el Col&oacute;n. Donde est&eacute;, Nadia Larcher escucha el consejo de su pap&aacute;: &ldquo;Vos transmit&iacute;&rdquo;.

Hija y nieta de pastoras, la catamarque&ntilde;a Nadia Larcher es la voz recobrada de un linaje trunco de copleras. Su familia viene &ldquo;de las estribaciones de la monta&ntilde;a, all&iacute; donde vuelan los c&oacute;ndores&rdquo;, donde su bisabuela Modesta amanec&iacute;a carnavaleando en ronda de cantoras. Nadia naci&oacute; en Andalgal&aacute;, al noroeste de la capital de la provincia, &ldquo;el pueblo lo hac&eacute;s caminando en quince minutos de punta a punta&rdquo;. En Buenos Aires, donde lleg&oacute; hace una d&eacute;cada con una valija y un t&iacute;tulo de profesora de Lengua y Literatura, est&aacute; trazando un camino singularmente m&uacute;ltiple. De ta&ntilde;er la tinya vidalera a versionar a Spinetta, pasando por la big band folcl&oacute;rica Don Olimpio y el proyecto musical transfeminista Tri&aacute;ngula. De cantar Vientito del Tucum&aacute;n con Divididos frente a una multitud en el estadio V&eacute;lez, a celebrar un confidencial &ldquo;lunario de canciones&rdquo; propias al que solo pueden acceder trece personas por funci&oacute;n, en una casa antigua de un pasaje de San Telmo.
Nadia creci&oacute; en el barrio popular de Huachaschi, en una casa que sus padres y su abuelo levantaron con sus propias manos. Un hogar musical, con un padre mec&aacute;nico y guitarrero y una madre que de ni&ntilde;a sal&iacute;a a &ldquo;cazar&rdquo; se&ntilde;ales de radio a dos mil quinientos metros de altura para escuchar a Mercedes Sosa: &ldquo;Mi mam&aacute; y sus hermanas, trepadas en las piedras, hac&iacute;an sus espect&aacute;culos, jugaban a ser Mercedes. La llamaban &lsquo;la t&iacute;a Mercedes&rsquo;, y de ella le qued&oacute; a mi mam&aacute; una manera de cantar. Yo no escuch&eacute; a Mercedes en mi infancia: aprend&iacute; escuchando a mi mam&aacute;&rdquo;, cuenta Nadia, que subi&oacute; a cantar a un escenario a los diez a&ntilde;os.&nbsp;
Cuando pudo comprar su primer disco, claro, fue uno de la tucumana, una copia trucha de Coraz&oacute;n libre: &ldquo;En el pueblo hab&iacute;a una sola disquer&iacute;a. Y un solo ejemplar del disco, para cien interesados, as&iacute; que el &uacute;nico recurso era la pirater&iacute;a&rdquo;. Al mismo tiempo, en las clases de guitarra de Luis Gerardo &ldquo;Pipo&rdquo; Cecenarro, maestro de varias generaciones de m&uacute;sicos andalgale&ntilde;os, en su horizonte aparec&iacute;an los Beatles y el Cuchi Leguizam&oacute;n. &ldquo;Y para m&iacute; fue toda una revelaci&oacute;n, por ah&iacute; sin tener los recursos que da la formaci&oacute;n, todav&iacute;a con un o&iacute;do bastante salvaje, escuchar toda esa m&uacute;sica desde un lugar muy emocional&rdquo;, cuenta.
&ldquo;Yo le hab&iacute;a pedido a mi pap&aacute; que me ense&ntilde;ara a tocar la guitarra y &eacute;l, convencido de que no iba a tener la paciencia para hacerlo, sin avisarme nada, habl&oacute; con Pipo, el profesor, y me dijo un d&iacute;a: preparate porque hoy vas a la clase de guitarra. Y yo sal&iacute; con una alegr&iacute;a inmensa, con la guitarra de mi pap&aacute;, que me quedaba enorme, una guitarra gigante, hecha por un luthier del pueblo...&rdquo; Un episodio m&aacute;s o menos reciente cierra el c&iacute;rculo de este relato: en octubre de 2021, Nadia cant&oacute; Rosarito Vera en el Teatro Col&oacute;n, durante un homenaje a su compositor, Ariel Ram&iacute;rez, y decidi&oacute; destinar el cachet a comprar un instrumento para su pap&aacute;. &ldquo;Fue una manera de devolver aquel gesto suyo, comprarle la guitarra que &eacute;l quer&iacute;a y d&aacute;rsela para navidad. Y fue hermoso verlo a mi pap&aacute; convertido en un ni&ntilde;o, recibiendo su guitarra. Era mi agradecimiento, porque &eacute;l desde siempre crey&oacute; que yo pod&iacute;a&hellip; Una vez me dijo algo que a mis diez a&ntilde;os no llegu&eacute; a entender, pero que con el tiempo trat&eacute; de desentra&ntilde;ar e intento que sea mi oficio. Me dijo: &lsquo;Vos transmit&iacute;s, vos nunca te olvid&aacute;s de que vos transmit&iacute;s&rsquo;. No hab&iacute;a mucha met&aacute;fora en su discurso, por eso fue tan fuerte que me dijera eso&rdquo;.
Hace alg&uacute;n tiempo, sobre el escenario, se preguntaba: &ldquo;&iquest;Qu&eacute; hago tan lejos de mi casa, de toda mi gente?&rdquo;. Ahora revuelve un caf&eacute; a cinco cuadras del Obelisco. &ldquo;Cuando me vine sent&iacute;, por supuesto, el desarraigo. Pero aprend&iacute; a ver a la Buenos Aires real, de la gente de a pie, llena de migrantes del interior del pa&iacute;s: en cada lugar que pregunto hay una madre tucumana, un padre santiague&ntilde;o, una abuela de Catamarca... Buenos Aires no muestra su verdadera cara, porque estamos ligados a una idea europeizante. Pero me di cuenta estando ac&aacute;, porque empec&eacute; a indagar y somos muchas las personas con ra&iacute;ces diversas, del interior y de los pueblos lim&iacute;trofes. Una toma conciencia sobre la conformaci&oacute;n pluricultural de la ciudad. Como maestra trabaj&eacute; por muchos a&ntilde;os en la Villa 31, trabaj&eacute; mucho dando talleres de literatura, y fue precioso compartir con otras mujeres una cantidad de coincidencias culturales&rdquo;.
Vuelve siempre a la casa familiar del barrio de Huachaschi (&ldquo;en cac&aacute;n significa &lsquo;lugar donde van a parir las mujeres&rsquo;&rdquo;). &ldquo;Aprend&iacute; a volver. Cuando llego voy al r&iacute;o de Andalgal&aacute;. Es mi ritual primero: voy a saludar el agua de la monta&ntilde;a. Para nosotros el agua es muy importante, porque falta, y adem&aacute;s porque nos conecta con los cerros y las monta&ntilde;as, que en la cultura andina son sagrados. Y con el tiempo entend&iacute; por qu&eacute;. No es solo una cuesti&oacute;n m&iacute;stica o c&oacute;smica, existencial o religiosa, sino sobre todo una cuesti&oacute;n energ&eacute;tica: nuestros polos se reorganizan con las monta&ntilde;as, mi conformaci&oacute;n mineral&oacute;gica dialoga con la de la monta&ntilde;a. Lo siento como una puesta a punto. Mi pap&aacute; le llamar&iacute;a &lsquo;alineaci&oacute;n y balanceo&rsquo;. Por eso necesito volver. De ni&ntilde;a yo camin&eacute; esas monta&ntilde;as, mi mam&aacute; nos llev&oacute; a lomo de mula a conocer el lugar donde hab&iacute;a nacido, en un puesto llamado Yacochuya. Son lugares donde el agua es sagrada. Por eso mi primer gesto es ir a meterme al r&iacute;o, cuando vuelvo a Andalgal&aacute;&rdquo;.
All&iacute; vivi&oacute;, hasta los 101 a&ntilde;os, su abuela Mar&iacute;a Daniela, a quien ella nunca hab&iacute;a escuchado cantar. &ldquo;Mi abuela hab&iacute;a heredado un canto. Pero su vida fue muy dura&hellip; &ndash;escribi&oacute; Nadia&ndash;. Mi abuela fue amordazada por la ignorancia machista de mi abuelo. Ni siquiera silbar, no la dej&oacute; ni silbar. Eso o la muerte o esas palizas que todav&iacute;a se pueden ver en sus ojos blancos de dolor. Y ella se fue olvidando de esa m&uacute;sica&hellip; La vertiente se sec&oacute; y ella sepult&oacute; su canto&rdquo;. Nadia le escribi&oacute; una canci&oacute;n en la que le ped&iacute;a que cantara, y su abuela, al escucharla, lo hizo una &uacute;nica vez. &ldquo;Escuch&eacute; su vocecita y ah&iacute; recuper&eacute; algo&rdquo;, dice Nadia Larcher, &ldquo;nieta de Mar&iacute;a Daniela Aguilera, a la que una vez le prohibieron cantar&rdquo;.

<div style="text-align: center;">Fotograf&iacute;as: Alejandra L&oacute;pez. Estilismo: Ana Markarian. Maquillaje y peinado: Esmeralda Gil @esmeraldagilmakeup. Agradecimiento: La Scala de San Telmo y Giuffra por su colaboraci&oacute;n en esta nota.</div>

Heredera de un canto

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