Arte y cultura

Lecturas recomendadas de 2024

Novelas, poesía y cuentos de autoría nacional y extranjera: algunos libros destacados de este año.

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Las montañas no deberían escucharse, de Milagros Pérez Morales

La voz de Milagros Pérez Morales se inaugura con un libro perfecto, de una profundidad filosófica poco frecuente. Comienza con una declaración de principios que va a atravesar todo el libro: “El espacio se tiene que inventar / en pos de nosotros: para ser una declaración / hace falta hablarle al otro”. Los poemas de Las montañas no deberían escucharse construyen una conversación a destiempo, por momentos amarga y por momentos dulce, sobre el deseo y su campo magnético, sobre el hilo tenso que existe entre vos y yo. Son poemas que se pueden leer en clave ensayística, porque sus versos también esconden tesis y conectan figuras con ese poder asociativo propio del ensayo, donde en un mismo poema conviven Roberta Flack y Kant o Penélope y Taylor Swift, entretejidas por una fibra común, como la experiencia estética o la espera.  Las montañas no deberían escucharse también puede leerse como un bildungsroman, el arco de una niña precoz, que trata de construirse en medio de discursos que la condescienden (“leíste mucho para la edad que tenés”), algún varón “suave para su edad / pero insuficiente en todas las mías” y la pérdida (“La adolescencia tiene / una puerta, no la abre mamá / sino su estela”). En los intersticios de esa experiencia, Peréz Morales talla una dialéctica brillante sobre la lucha de poder que se da al interior del deseo y la búsqueda identitaria: “Querer no merece un cuerpo / si cada uno se transforma / en extranjero / y terrateniente a la vez”. En este arco narrativo, la gran batalla perdida es buscar que otro te dé identidad. ¿Pero entonces qué hilo tejer con el otro? En “Para qué sirven las manos” escribe: “No se trata de ser buenos / ni hermosos, es sobre obligarnos a perder / lo que sea que nos quede, y en fin. / Para dar cuenta de un poder sobre mí”. Y acá Milagros recuerda a la Joni Mitchell de Blue, una mujer de veintisiete años que también canta sobre los espejismos del deseo, sobre la trampa del yo y dice a su manera “soy una charla difícil”. Pero así como Mitchell, pesada de melancolía podría tomarse un barril de su amado, Perez Morales propone un contrapunto igual de vital: porque lo erótico está en esa tensión, aunque “el movimiento / no puede ser sino un problema”, sólo ahí aparece la belleza bailando sin mesura. 

Bajo la luna

Cómo pronunciar cuchillo, de Souvankham Thammavongsa

En estos cuentos preciosos de Souvankham Thammavongsa, nos encontramos una y otra vez con las derivas de la migración, la potencia creativa pero también el dolor de hacer convivir dos mundos que a veces parecen irreconciliables. Lo que se pierde y lo que se gana en ese salto. Madres que aprenden inglés mirando telenovelas o con la voz de Randy Travis cantando “oh baby I’m gonna love you forever and ever, amen”, la ensalada de papaya con arroz glutinoso como un recuerdo de una vida con más sabor, la tragedia de un padre que se ahoga en el camino a un sueño americano frustrado: “Ahora prefiero creer que terminó en algún lugar de Malasia (...) el último sonido que hizo ni siquiera fue un sonido”. Los trabajos arduos y precarios a los que son relegados, sin embargo, no logran aplastar los mundos desbordantes de estos personajes, que siempre encuentran un espacio para cavar su singularidad. La traducción de Paula Galindez hace maravillas para transmitir esa mezcla particular de culturas, ecualizando los giros idiomáticos para que lleguen con toda su potencia. Migrar, dice Thammavongsa, es encontrarse con significantes invertidos, interrogantes que encuentran respuesta años después, como por qué una vez al año papá nos hacía recorrer ese barrio de ricos vestidos de fantasmas y recibíamos caramelos gratis. La nostalgia es un clima que relampaguea en estos cuentos para revelar algo hermoso: “su voz gris se reproducía en mi cabeza como un vinilo”. Un libro lleno de imágenes afiladas inolvidables que, en honor a tu titulo, traducen el cosquilleo aterrador y a la vez erótico de un cuchillo contra la piel. 

Eterna Cadencia

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Un pájaro cruza el cielo con un grito, de Eduardo Savino

En esta primera novela de Eduardo Savino, entramos a una selva con amnesia y la extraña -y orquestada- sensación de estar viendo a nuestro avatar en una simulación. La intriga empieza a gestarse en ese vacío de recuerdos, en la falta de referencias para leer un mundo que pareciera albergar errores de fábrica en cada borde. Las fallas aparecen como  leitmotivs que van avanzando la trama. Pero la pregunta aparece enseguida: ¿estamos realmente avanzando? En este primer universo que propone Savino, la realidad se reinicia y los aprendizajes del misterioso protagonista quedan como una resaca, un síntoma mudo y alarmante. Después Savino nos propone otra textura: una ficha técnica sobre un programa de inteligencia artificial y un artículo periodístico sobre ese mismo programa. Y con esos materiales, va tejiendo un mundo que contiene al otro: una sociedad que crea monstruos cada vez más difíciles de domesticar, donde las intenciones humanas se encuentran con variables inciertas y sacan chispas. Volvemos a la simulación que esta vez nos sumerge en un suburbio inquietante que recuerda a la icónica The Truman Show y el glitch nuevamente abre un tajo en la ficción, un intersticio por donde se cuela la mente creadora y su propia falla. Nuestra realidad, pareciera decir Savino, también está trabada. Un pájaro cruza el cielo con un grito, una bomba estalla en Tanchon y nunca logramos despertar de la pesadilla de la historia: “Cuando el mundo termine, una voz va a estar anunciando por altoparlante la salida del último tren”. 

Hexágono

Noticias sobre el iceberg, de Liliana Heker

Es un lujo estar viva para leer una nueva novela de Liliana Heker. Volver a entrar en sus flujos de la consciencia, en las espectaculares arborescencias de sus subordinadas: “se refugió en su lectura como quien se mete en un territorio hostil cuya familiaridad sólo a ella le ha sido concedida”. En Noticias sobre el iceberg, Heker le saca un nuevo brillo a temas que recorren su obra: la edad, la genialidad, la ambición, esta vez de la mano de Greta, una escritora de setenta años que vive recluida con su gata Prascovia cuando dos jóvenes vienen a entrevistarla y le remueven “una pasión que hoy para ella no era más que un humito”. El relato está atravesado por la voz de la crítica interna de Greta, que ella apoda “la enana jodida”. En ese detalle y en cada rincón de su prosa, el humor de Heker resplandece como nunca: “cosa de pendejos la sublimación del suicidio” acota con desparpajo. En definitiva, es una novela que se gesta en la distancia generacional. Greta al principio se indigna del desconocimiento de sus entrevistadores, que no escucharon ninguno de los dichos que son parte inescindible de su léxico, después le resulta divertido y a medida que descompone esos artilugios del lenguaje para ellos, encuentra un entusiasmo nuevo por su propia historia. Ella, al fin y al cabo, también está hecha de lo desconocido: “Nostalgias ajenas, eso, un perfume de yuyos y de alfalfa que nunca olió pero que le hace añorar con tristeza infinita el barrio perdido por otro”. En ese viaje involuntario a través de su biografía, Greta encuentra algunas claves para volver a leer su presente y encontrar que las grandes revelaciones todavía están por venir.

Alfaguara

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Cuentos selectos de Irene Nemirovsky

Esta selección de cuentos, traducidos con precisión por Lucia Dorín, traza el recorrido de Europa en los años de la guerra: vemos el germen y luego el centro del huracán. La Nemirovsky de los primeros cuentos pinta a la burguesía francesa con obediencia y devoción. En esos cuentos aparecen apenas destellos de desarraigo y desamor que irrumpen en un mundo de ligereza, de almuerzos de cangrejo y frutillas a la campiña, domingos de primavera. Y de pronto aparece “Fraternidad” (1937) un cuento sobre un hombre francés que se encuentra con un pobre inmigrante judío con su mismo apellido: ese doble siniestro lo obliga a reconocer una pesada herencia de la que le gustaria desprenderse. “¿A dónde no lanza Dios al judío?”, le dice este doble que le recuerda su pasado de pobreza y persecución como quien susurra una verdad amarga. Es escalofriante recordar la fecha de publicación de este cuento, pensar que las piezas de la historia ya estaban a la vista. Muchos de estos cuentos tienen ese efecto, Nemirovsky nos deja ver ese instante en el que todo cambia, en el que la vida, de pronto, deja de ser “cotidiana” . En “Nacimiento de una revolución” (1938) escribe: “El sol brillaba, se vendían flores de papel rojo en las calles y los tramways se adornaban con banderolas escarlatas. El pueblo estaba alegre, magnánimo, lleno de esperanza”. Nemirovsky revela las texturas de esos días, una intimidad profunda y pavorosa con los hechos de la historia.

Edhasa

Somos luz, de Gerda Blees

A partir de la historia real de una mujer que fallece en una comunidad que se proponía dejar de comer y alimentarse de la luz, Gerda Blees escribe una novela extraordinariamente fresca y brillante. La guía una ambiciosa decisión formal: Blees decide narrar cada capítulo desde la perspectiva de cosas tan diversas como una lapicera, dos cigarrillos, “el olor a naranja”, “el lugar de los hechos”, “el pan de cada día”, la juguera y, mi favorita, “la disonancia cognitiva”. Esa narración coral es un hallazgo porque es otra manera de dar cuenta del extremo relativismo que permite fenómenos culturales como este: un grupo de personas que deciden obviar un hecho fundamental de la biología, con consecuencias que caen en un gris legal. ¿Quién es culpable de esa muerte? ¿Quién puede hacerse responsable de una psicosis colectiva? Nadie, dice la novela: esto es un thriller frustrado. Porque no hay manera de extraer una “única verdad”, nos quedamos con estos pequeños acercamientos, un mosaico de voces que saturan el relato y, paradójicamente, hablan de la soledad.

Serapis

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Que pase algo pronto, de Agustina Espasandín

“Quería no tener nada que hacer, pero sobre todo, no tener que hacer nada que no quisiera”. Con ese exquisito rulo de subordinación, Agustina Espasandín arranca esta novela delicada y sensorial, que le exige al lector el mismo ejercicio que a su protagonista: mirar lo que parece quieto hasta que cobre su propio movimiento. La protagonista de esta novela se propone dejar de trabajar para descubrir otras formas de habitar y vivir el paso del tiempo. Sus días se pueblan así de unos pocos personajes (una chica, un perro, un sepulturero, una vecina jubilada) y se derraman lentos, casi con resistencia, como una miel muy espesa. La parquedad de la trama está contrarrestada por la voluptuosidad de su percepción, que cobra una agudeza nueva. Como el silencio profundo que aparece cuando se corta la luz y dejamos de escuchar el zumbido de la heladera. Lo que la salva de la monotonía es esa “forma de gracia” que encuentra la protagonista al cultivar una mirada. Y es esta la perspectiva que la diferencia de Mi año de descanso y relajación, de Otessa Moshfegh, una novela con la que se la ha comparado, pero no comparte nada de su nihilismo. Espasandín escribe sin negar la jaula, pero como narradora elige poner el ojo en lo que queda por fuera, lo que siempre vale la pena mirar: la lluvia volcándose sobre todas las cosas, el momento en que un carancho pega el salto y se une a su bandada.

Sigilo

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