Desde el color del plato hasta el sonido ambiente intervienen en lo que comemos.&nbsp; Descubrimientos de la ciencia del sabor.

Tras tratar de acomodarse lo mejor posible y ganar un cent&iacute;metro y medio de apoyabrazos en la guerra silenciosa con el desconocido compa&ntilde;ero de asiento en la cabina de un avi&oacute;n, la pregunta de siempre, el lugar com&uacute;n de los vuelos transatl&aacute;nticos o de larga distancia, cae de alg&uacute;n lado como una bomba: "&iquest;Pollo o pasta?".&nbsp;
 Se trata del inicio protocolar de una ceremonia ex&oacute;tica, plenamente moderna, de aquellas que dentro de 500 o mil a&ntilde;os alg&uacute;n antrop&oacute;logo curioso y empedernido estudiar&aacute; con fascinaci&oacute;n: el ritual de cenar a diez mil metros de altura, inc&oacute;modamente sentados que, en cada oportunidad, cualquiera sea la compa&ntilde;&iacute;a a&eacute;rea, concluye con una decepci&oacute;n. En especial porque, como lo han comprobado miles de personas desde los albores de la aviaci&oacute;n comercial, en estos vuelos la comida no sabe igual que en la tierra. Es m&aacute;s bien ins&iacute;pida, sosa, inmediatamente olvidable. Lo curioso es que no es un problema de los alimentos servidos en s&iacute;, sino de las condiciones en las que comemos: dentro de una cabina presurizada, bombardeados por el constante zumbido de los motores y casi sin poder mover los brazos. All&iacute;, nuestra percepci&oacute;n de lo salado y lo dulce disminuye, nuestras papilas gustativas reducen su sensibilidad y nuestro olfato se altera.&nbsp;
 M&aacute;s all&aacute; de las an&eacute;cdotas, opiniones y experiencias personales, situaciones excepcionales para la mayor&iacute;a como la de cenar en un avi&oacute;n han fortalecido una presunci&oacute;n: no comemos con la boca; sino con todo el cuerpo. En los &uacute;ltimos a&ntilde;os, la comprensi&oacute;n de lo que comemos o bebemos se ha vuelto un objeto de estudio serio o digno de atenci&oacute;n para una gran diversidad de disciplinas. &ldquo;Comemos con los ojos, los o&iacute;dos, la nariz, la memoria, la imaginaci&oacute;n y el intestino&rdquo;, advierte el chef brit&aacute;nico Heston Blumenthal, pionero de la denominada cocina multisensorial. "Para m&iacute;, el ingrediente m&aacute;s importante es el cerebro. De &eacute;l depende el placer por la comida. El contexto &mdash;la forma del cuchillo, la gente con la que estamos, el olor de la sala&mdash; marca la diferencia. Nos guste o no, tiene importancia".

"Los placeres de la mesa radican en la mente, no en la boca".&nbsp; John S. Allen

Lo que llamamos sabor es el resultado de un intrincado di&aacute;logo entre lo que vemos, lo que recordamos, nuestras expectativas y el modo en que vibramos en un sitio y momento particulares. "Los placeres de la mesa radican en la mente, no en la boca", advierte John S. Allen en su libro The Omnivorous Mind: Our Evolving Relationship with Food [La mente omn&iacute;vora: nuestra relaci&oacute;n din&aacute;mica con la comida].&nbsp;
&nbsp;A esta nueva ciencia del sabor, el psic&oacute;logo experimental brit&aacute;nico Charles Spence le dice informalmente "gastrof&iacute;sica", es decir, el estudio cient&iacute;fico de los factores que influyen en nuestra experiencia de comer y beber. Combina herramientas con profesionales de disciplinas tan variadas como la neurogastronom&iacute;a, el marketing, el dise&ntilde;o y la econom&iacute;a conductual, que exploran una idea que se consolida investigaci&oacute;n tras investigaci&oacute;n: hay mucha m&aacute;s interacci&oacute;n entre nuestros sentidos de lo que se pensaba antes. Hasta hace relativamente poco, se cre&iacute;a que el o&iacute;do, la vista, el olfato, el tacto y el gusto trabajaban por separado, excitando distintas regiones cerebrales. Hoy, en cambio, se sabe que no es tan as&iacute;: m&aacute;s bien, el cerebro integra toda esa informaci&oacute;n para producir una impresi&oacute;n coherente de la realidad. Por ejemplo, modificar lo que un comensal escucha puede alterar la percepci&oacute;n de un plato o alimento. De hecho, el crujido de una papa frita o de una manzana y el fuerte burbujeo del agua gasificada inciden directamente en nuestra satisfacci&oacute;n.
 Esta corriente revela que la atm&oacute;sfera (o "marco sensorial") del lugar en el que comemos condiciona m&aacute;s de lo que se cre&iacute;a. Ya sea en un restaurante con estrellas Michelin o en una cantina de barrio, la ambientaci&oacute;n, la m&uacute;sica, lo que olemos, el tacto de la silla en la que nos sentamos, el peso de los cubiertos, el tama&ntilde;o y la forma de la mesa y hasta el color y el nombre de los platos afectan nuestra apreciaci&oacute;n y nuestra conducta, aunque sea de una manera muy sutil.&nbsp;
 El precio es otro factor: en su Crossmodal Research Laboratory de la Universidad de Oxford, Spence y sus colegas interrogaron a varios comensales y analizaron minuciosamente su actividad cerebral. En los participantes a los que se les dijo que un vino era m&aacute;s caro &ndash;fuera bueno o malo&ndash; aumentaba la activaci&oacute;n de la corteza orbitofrontal, una peque&ntilde;a parte del cerebro situada justo detr&aacute;s de los ojos. En t&eacute;rminos concretos: confesaban que el vino m&aacute;s caro les gustaba m&aacute;s que aquel etiquetado como barato.

&ldquo;Comemos con los ojos, los o&iacute;dos, la nariz, la memoria, la imaginaci&oacute;n y el intestino&rdquo;. Heston Blumenthal

Algo tan aparentemente nimio como el desodorante o perfume utilizado por los camareros tambi&eacute;n puede arruinar una buena cena al competir con los aromas en primer plano de la comida o del vino. El olor es una parte tan importante de lo que saboreamos como el principal medio para suscitar estados de &aacute;nimo, emociones y recuerdos.
 Un estudio realizado en Barcelona por la Fundaci&oacute; Al&iacute;cia &ndash;centro de investigaci&oacute;n dedicado a la innovaci&oacute;n tecnol&oacute;gica en cocina&ndash;&nbsp; en colaboraci&oacute;n con el restaurante El Bulli revel&oacute; algo curioso y poco tenido en cuenta: la misma mousse de frutilla se juzgaba un 10 % m&aacute;s dulce, un 15 % m&aacute;s sabrosa y gustaba significativamente m&aacute;s en un plato blanco que en uno negro. El equipo de Spence fue m&aacute;s all&aacute; y descubri&oacute; que cuando se serv&iacute;a chocolate caliente en una taza de pl&aacute;stico naranja los voluntarios dec&iacute;an que les gustaba m&aacute;s. Y cuando un caf&eacute; con leche ven&iacute;a en una taza blanca, se&ntilde;alaban que su sabor era m&aacute;s intenso que si lo beb&iacute;an en un vaso de vidrio. En el caso del color, los recipientes azules han demostrado que pueden hacer que la comida parezca m&aacute;s salada.
 Los &ldquo;gastrof&iacute;sicos&rdquo; aseguran que en especial la compa&ntilde;&iacute;a interviene en la experiencia gastron&oacute;mica: consumimos alrededor de un 35 % m&aacute;s de alimentos cuando comemos con otra persona y un 75 % m&aacute;s cuando cenamos con otras tres personas. &ldquo;Es probable que estemos de mejor humor cuando bebemos y comemos con amigos, y esto impacta en nuestro disfrute", indica Spence, quien alienta a cocineros y comensales por igual a experimentar y a hackear nuestros sentidos. &ldquo;Por ejemplo, el sabor y el disfrute de un vino espec&iacute;fico pueden cambiar seg&uacute;n el contexto y el entorno en el que nos encontramos. Una buena compa&ntilde;&iacute;a mejora autom&aacute;ticamente nuestro estado de &aacute;nimo, lo que implica que nuestra capacidad para apreciar el sabor aumenta notablemente&rdquo;.

Hackear los sentidos

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