La musa del pop francés pide que la ayuden a que su voz se apague para siempre. 

Basta ya, basta ya, basta ya. A los 77 a&ntilde;os, <a href="https://www.instagram.com/mademoiselle_hardy/">Fran&ccedil;oise Hardy </a>estar&iacute;a eligiendo estas palabras, breves, significativas, del rock argentino de los 70 (Billy Bond y La Pesada del Rock) para ponerle fin, ya no a su carrera sino a todo. El famoso bot&oacute;n rojo del imaginario de la guerra fr&iacute;a que destruir&iacute;a el mundo en un abrir y cerrar de ojos podr&iacute;a tener para ella la forma de este blues en que el hartazgo del Bond criollo (gordo, barbudo y desali&ntilde;ado, nada que ver con el detective playboy) se traducir&iacute;a en su decisi&oacute;n de que Francia le suelte la mano a una de sus hijas m&aacute;s ic&oacute;nicas del siglo XX. Que la dejen morir, que legalicen la eutanasia y que su hijo Thomas y su pareja desde hace cincuenta a&ntilde;os Jacques Dutronc la asistan, como ella hizo con su madre Madeleine, para dejar atr&aacute;s el sufrimiento de un c&aacute;ncer de faringe que convirti&oacute; su cotidianeidad en un infierno. Las noticias que se difundieron por el mundo (si la nostalgia por la juventud perdida tuviera un rostro, como el de una diosa griega, ser&iacute;a el de ella) luego de sus confesiones por mail a una revista parisina dejaron el parte m&eacute;dico: la chanteuse perdi&oacute; la saliva, tiene hemorragias nasales recurrentes y le cuesta respirar. Con el parte circularon las que podr&iacute;an ser las &uacute;ltimas fotos de un &aacute;lbum precioso. El pelo corto y encanecido, los ojos celestes en modo televisor color de tubo, su figura ahora g&oacute;tica arropada en un abrigo negro. Es la Fran&ccedil;oise del ocaso suspendida en una burbuja de espacio negro donde como un astro (se est&aacute; leyendo sobre alguien que tambi&eacute;n es astr&oacute;loga) la mitad de su rostro es nimbado en un reflejo de alm&iacute;bar y en la otra ya ha ca&iacute;do, irremediable, la noche. As&iacute; eligi&oacute; mostrarse en la tapa de Personne D&rsquo;autre, el &uacute;ltimo de sus discos editado en 2018. Volvi&eacute;ndose por &uacute;ltima vez sobre su misterio, como si esa oscuridad representase todo lo inefable, todo lo que no puede expresarse en palabras, sobre sus im&aacute;genes plenas de juventud. Es que en aquellas, que la pon&iacute;an a distancia del erotismo urgente de la Bardot y la insinuaci&oacute;n perversa de Jane Birkin, ya estaba esta. Las im&aacute;genes de Fran&ccedil;oise en la cumbre del estilo ye ye (al que desbordaba en todas sus costuras), en la cumbre de la d&eacute;cada pop, ya dejaban atisbar un barniz de melancol&iacute;a. &iquest;Pero qu&eacute; era lo que extra&ntilde;aba ese rostro anguloso de labios generosos y un pelo suelto con todos los colores del oto&ntilde;o arremolinados en una brisa apenas lluviosa del Sena? &iquest;Una infancia con un padre ausente vivida en los duros a&ntilde;os posteriores a la ocupaci&oacute;n nazi? &iquest;La educaci&oacute;n r&iacute;gida, represiva, en un internado al cuidado de las hermanas Trinitarias, aquellas que segu&iacute;an una orden medieval que se ocupaba de rescatar a los cristianos amenazados por los sarracenos? M&aacute;s bien parece que lo que cautiva en los labios de la Hardy (cerrados o abiertos, dejando que escape una voz que reniega de lo ang&eacute;lico) es lo extra&ntilde;ada que estaba ella del lugar de p&oacute;ster viviente para el que la cultura pop la hab&iacute;a elegido. La plegaria de su voz tr&eacute;mula en &ldquo;Il n&#39;y a pas d&#39;amour heureux&rdquo; (1967) exige que se mire el otro lado del p&oacute;ster: en tiempo presente las canciones que Fran&ccedil;oise escrib&iacute;a y cantaba (aunque tambi&eacute;n ha sido una enorme int&eacute;rprete, su pose era la de una cantautora) ya expon&iacute;an los disgustos de las revoluciones en boga. No hace falta hurgar en las letras, hay que poner el o&iacute;do en su voz como se pon&iacute;a en los caracoles para escuchar el rugido del mar o eso era lo que nos dec&iacute;an que hab&iacute;a que hacer. El fen&oacute;meno de Fran&ccedil;oise es ac&uacute;stico, es un sonido y su universalidad aflora ahora en el cine y las series por ese car&aacute;cter abstracto: su voz es el ruido del mar o uno de los tantos posibles ruidos del mar. As&iacute; es como la trajo de vuelta Wes Anderson para Moonrise Kingdom (2012) donde la puso a cantar para la escena nuclear de la pel&iacute;cula: el erotismo incipiente entre un boy scout y una coreuta preadolescentes en la geograf&iacute;a imaginaria de un lugar llamado New Penzance. Sam y Suzy, que se escapan de todo y todos, llegan a la costa de un lago donde ella extiende una manta con una suerte de giradiscos port&aacute;til estilo Winco y saca de la galera el EP Tout les garcons et les filles donde se ve apenas un segundo a una Fran&ccedil;oise Hardy de 19 a&ntilde;os bajo un paraguas negro; el pelo, entre casta&ntilde;o y rubio, arremolinado como ese oto&ntilde;o antes descripto. Sam y Suzy bailan &ldquo;Le temps de l&rsquo;amour&rdquo; como pueden, con las hormonas estimuladas por una cadencia de twist l&iacute;rico cuya marca es la voz que hab&iacute;a sido grabada como se talla en piedra una verdad. Fr&aacute;gil pero irrompible, las canciones de la Hardy se quedaron a vivir en ese espacio de la modernidad en que el deseo aparece como algo complejo y arrebatador. La escena de Moonrise Kingdom est&aacute; entre lo que llamamos inocencia y su inmediata destrucci&oacute;n. En la serie brit&aacute;nica The End of the F***ing World los realizadores echan mano a &ldquo;Voil&agrave;&rdquo; para musicalizar un beso disfuncional. Toda la performance de la ni&ntilde;a trinitaria es all&iacute; memorable: el beat se mantiene estable, pero es ella la que apunta el crescendo en espasmos de perplejidad.

Su &ldquo;Je t&rsquo;aime&rdquo; en el extremo de su elocuencia (nunca un grito, los misterios se susurran) es menos inocente que sacrificial. Es, para 1967, la &uacute;ltima encarnaci&oacute;n de Juana de Arco con el sagrado coraz&oacute;n ofrecido al mundo en un disco de 45 revoluciones por minuto. Y en efecto, la chanteuse, tan femenina, tiende a una suerte de androginia conceptual. Algo de ella se queda en la forma en que el joven Jagger mira a la c&aacute;mara y algo de ella tambi&eacute;n en c&oacute;mo se deja fotografiar Bob Dylan (que le dedica un poema en la contratapa de su tercer &aacute;lbum) con la guitarra. Fran&ccedil;oise es, entre los machos alfa del pop, una influencia tan evidente como invisible. Y es ese otro de los grandes misterios de su arte.&nbsp;&nbsp;A Fran&ccedil;oise la vi antes de escucharla. Compr&eacute; su libro Notes secr&egrave;tes en Par&iacute;s cuando desandaba la huella de Antonio Berni por la ciudad entre los a&ntilde;os veinte y los setenta del siglo XX. La foto de la tapa es en blanco y negro, Fran&ccedil;oise tiene el pelo corto y una camisa a rayas de hombre. Est&aacute; apoyada contra una silla y con uno de sus brazos se toma la cabeza. Es una foto que podr&iacute;a arrogarse otro absoluto: todas las fotograf&iacute;as descienden de la pintura. Tal que en el libro no tiene cr&eacute;dito excepto el elusivo &ldquo;colecci&oacute;n privada&rdquo;. A su expresi&oacute;n concentrada en vaya a saber qu&eacute; le corresponder&iacute;an las palabras del principio: &ccedil;a suffit, &ccedil;a suffit, &ccedil;a suffit.&nbsp;

Que el &iacute;cono oscurezca en paz.&nbsp;

El sagrado corazón de Françoise Hardy

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